lunes, junio 17, 2013

Cinco años (Primer relato del libro El filósofo impaciente).

 Imagen obtenida del blog Pájaros de papel

Cinco años
(El ser y la nada)

La imposibilidad de encontrar un solo pueblo, una sola tribu donde el nacimiento provoque duelo y lamentación, prueba hasta qué punto la Humanidad se encuentra en estado de regresión.

No corremos hacia la muerte; huimos de la catástrofe del nacimiento.
Haber cometido todos los crímenes: salvo el de ser padre.
Mi visión del futuro es tan precisa que, si tuviera hijos, los estrangularía en el acto.
E. M. Cioran, Del inconveniente de haber nacido.


LA NOCHE ENVUELVE la ciudad como si se tratara de un manto de tela negra. Son altas horas de la madrugada y Germán, como tantas veces, se ha desvelado. Ya ni siquiera intenta volver a dormirse. Sabe que es inútil. Y más, esta noche. En la cocina bebe un poco de agua; tiene la boca reseca, algo pastosa. Va al dormitorio. Con cuidado, entreabre la puerta y se acerca a la cama. Inés sueña. Inés es una célula dormida más del cuerpo durmiente de la ciudad. Germán querría tocarla de nuevo, pero teme que se despierte. Se conforma con acariciarla con la mirada. Con recorrer con los ojos su pelo rubio, su rostro de niña, su cuerpo frágil. Inés y Germán viven solos desde hace cinco años. Por ella, Germán está aprendiendo otra vez a amar la vida.
Sale a la terraza y observa la ciudad, dormida plácidamente. Abajo, unos gatos buscan comida en los contenedores, antes de que el camión de la basura los vacíe en su fétido vientre. De vez en cuando, pasa algún transeúnte y los pequeños felinos abandonan momentáneamente su festín, escondiéndose entre los arbustos. Germán desvía la mirada hacia las entrañas de Madrid, allá a lo lejos. Enciende un cigarro. Y comienza a recordar, como otras veces.
Inés tiene rasgos de Candela; sobre todo, se parece en los ojos. Aquellos ojos azules, enormes, que tanto llamaban la atención. Germán tampoco pudo resistirse a su magnetismo y un día, al salir del trabajo, se acercó a ella y le propuso que fueran a tomar unas cañas.
—Mañana es fiesta. No hay que madrugar. ¿Te animas?
—Vale, yo conozco un sitio cerca —propuso Candela, encantada—. En la plaza de Santa Ana. Se llama La Moderna. Ponen unos canapés de pavo que están buenísimos.
—Pues habrá que probarlos.
Mientras aspira el humo del segundo cigarro, acodado en la barandilla, Germán busca con la mirada la plaza de Santa Ana. Es aquella. Piensa que allí besó a Candela por primera vez. Antes tomaron muchas cañas, tal vez demasiadas. Efectivamente, los canapés de pavo eran irresistibles. Además, cenaron una ensalada de olivas negras, tomate, cebolla y queso blanco. Todavía se acuerda de su sabor a albahaca. Los labios de Candela también le supieron a albahaca cuando los selló con el primer beso.
—Sabes a hierbas —le dijo.
—Tú también —respondió Candela, satisfecha, los ojos chispeantes.
Germán ha dejado caer, sin querer, el cigarro desde la terraza. Ese pequeño descuido lo ha sacado de aquellos imborrables momentos y lo ha devuelto a la realidad. Además, ha creído que lo llamaba Inés. Aguza el oído, pero no escucha nada. Se tranquiliza. Enciende otro cigarro. Y vuelve a ver a Candela frente a él.
Más tarde, fueron a tomar una copa a un pub cercano. Allí, entre sorbo y sorbo de güisqui, se besaron y se abrazaron, bailaron y se rieron, hablaron mucho, con las lenguas de trapo que les había puesto el alcohol... El piso de Germán estaba cerca y Candela se marchó con él, las manos en su cintura, como cantaba Adamo. Desnuda y borracha, la mujer se durmió al poco de tumbarse en la cama. Germán se acostó a su lado y se conformó con pegarse bien a su cuerpo tibio, abrazarla y darle besos pequeñitos en la nuca. También Germán se durmió pronto. Todo comenzó aquella noche. Han pasado desde entonces siete años.
Germán repite para sus adentros «siete años» y siente vértigo. La ciudad, de pronto, ha comenzado a dar vueltas. Le flojean las piernas y no tiene más remedio que tumbarse en una de las hamacas de la terraza. Pronto nota un cierto alivio. Respira profundamente y mira al cielo sin estrellas. Los cielos de las grandes ciudades, como Madrid, no están punteados de estrellas. Por eso no pueden ser hermosos.
El cielo de Guadivia, en cambio, tenía todas las estrellas del universo. Desde la Cruz Mayor, ubicada en un altozano del pueblo, Germán se lo mostró a Candela una noche sin luna. La mujer se quedó pasmada; boquiabierta, escuchaba las explicaciones de Germán, convertido en imprevisto guía astronómico.
—Y aquellas de allí, ¿las ves?, aquellas que son muchas y están muy juntas...
—¡Ah, sí! Ya las veo, sí.
—...se llaman Pléyades.
—¡Pléyades!
—Y esa otra es la Osa Mayor. Y aquella, la Estrella Polar. Es la que indica el norte.
Guadivia quedaba a poco más de una hora de Madrid. Solían ir los fines de semana a una casa rural, situada en la misma plaza, que alquilaban por un buen precio. Entre sus gruesos muros, junto a la chimenea, Germán recorrió infinitas veces la voluptuosa geografía del cuerpo de Candela. Una tarde, después de haber hecho el amor, Candela le susurró a Germán al oído:
—Te quiero.
Germán no dijo nada. Apretó la cabeza de la mujer contra su pecho y dejó escapar despacio el humo que regresaba de sus pulmones.
Germán siente rabia. Cuántas veces se habrá preguntado por qué no le dijo lo mismo, yo también te quiero. Sin embargo solo lo pensó. Otra vez lo visitan los remordimientos, esos demonios de garras afiladas que desde hace tiempo lo quieren volver loco de dolor. No hay nada peor que la culpa, que se lo digan a Edipo. Se incorpora y regresa al salón. Quiere ver de nuevo a Inés. Se acerca otra vez al dormitorio, con sigilo. Bajo el dintel, la contempla durante un buen rato. A punto está de tomarla entre los brazos y comérsela a besos. Pero piensa que Inés sueña. Felices sueños, Inés, mi vida. Y descarta la idea de despertarla.
Despertar a Candela era uno de los mayores placeres de los que disfrutó en su vida. Ella era muy dormilona, podía quedarse en la cama hasta muy tarde. Por eso, Germán la observaba dormir por las mañanas, la respiración profunda y cadenciosa, y los morritos ligeramente entreabiertos y tentadores. Él trazaba el contorno de sus labios con la punta de la lengua. Candela devolvía los besos con besos torpes, inconscientes; a veces esbozaba una ligera sonrisa. Germán continuaba besuqueándole el rostro, sobre todo las mejillas. Candela, somnolienta, decía cualquier cosa, casi siempre carente de sentido. En ocasiones, se enfadaba un poco. La lengua y los labios de Germán tomaban rumbo sur, regocijándose en el tentador viaje. Candela abandonaba el mundo de los sueños. Y gemía de placer. Más aún, de amor.
Cierto día, Candela confesó a Germán que quería tener un hijo.
—¿Un hijo? —preguntó este, desconcertado.
—Sí; bueno, si te digo la verdad, preferiría tener una niñita —aclaró ella.
A Germán le daba igual el sexo que tuviera. Eso era lo de menos. Germán nunca había deseado tener hijos. Lo tuvo claro desde siempre: lo de la paternidad no iba con él. Cuando Candela lo descubrió, sintió que se le partía el corazón. Pensó que un abismo insalvable se abría entre ellos. Candela estaba segura de que nunca sería feliz sin un hijo. Una mañana de otoño, sentados en un banco del Retiro, sobre una alfombra de hojas secas, Candela descubrió los fantasmas de Germán derivados de sus peligrosos coqueteos con la filosofía.
—Lo mío es racional; lo tuyo, simple pulsión. La puta naturaleza que os mete a las mujeres el instinto de tener hijos para que la especie se perpetúe. A ver, si yo te preguntara por qué quieres tener un hijo, ¿qué me responderías?
—No sé, Germán. Solo sé que lo quiero. Y que sea tuyo, nuestro. No siempre es necesario tener razones.
—Depende. Si elijo un cuadro para el comedor, no. Pero si trato de crear un ser consciente, un ser humano que ahora no existe, sí. Hay que estar muy seguro de que esta vida merece la pena para despertar a la nada de su letargo, para crear una materia consciente de sí misma. Me cuesta mucho pensar que yo pueda ser cómplice de tal fechoría.
—¿Es que tú no eres feliz conmigo?
—Claro que sí. Pero también recuerdo los terribles dolores de mi padre cuando el cáncer se lo comía por dentro; la interrogación enorme sobre su cabeza poco antes de morirse, cuando ya solo era un esqueleto con piel. Candela, yo soy de los que piensan que a esta vida venimos, con seguridad, a sufrir. Lo del gozo es cuestión de suerte. Y la suerte es escasa.
La determinación de Germán le pareció a Candela inquebrantable. Durante algunas semanas no volvieron a hablar del asunto. Aunque, inevitablemente, tuvieron que volver a afrontarlo. Los dos habían reflexionado durante ese tiempo y Germán intentó encontrar una solución.
—Mira, Candela, creo que yo estaría dispuesto a que adoptáramos un niño. Uno de esos que están destinados a ser carne de cañón en el Tercer Mundo. Al fin y al cabo, esos niños ya están aquí, yo no los he traído y sería buena idea ofrecerles una vida mejor que la que puedan tener. ¿Qué te parece?
—Es difícil adoptar niños. Se requiere tiempo, mucho papeleo, dinero. Pero, en fin, a mí tampoco me importaría. Sin embargo, Germán, eso no cambiaría nada. Aunque adoptáramos alguno, yo siempre sentiría la necesidad de tener un hijo mío. No quiero llegar a vieja sin haber sentido en mi interior una vida que crece.
—A mí, en cambio, me da vértigo solo con pensarlo. Nunca podré entender cómo es posible que donde no hay nada pueda haber después algo. Es incomprensible para la razón.
—Hay tantas cosas incomprensibles, Germán, que, si hiciéramos caso de esa manía tuya de tener que racionalizarlo todo, no nos levantaríamos de la cama por las mañanas.
Germán amaba mucho a Candela y sabía que haría cualquier cosa por ella. Aunque tenía fuertes convicciones, no podía imaginar que, por mantenerlas a toda costa, pudiera perderla o hacer que ella renunciara a algo que consideraba tan importante. El día en que Candela le anunció que estaba embarazada se sintió, contra todo pronóstico, bien. Asustado, pero animado. Llevaba ya mucho tiempo haciéndose a la idea, convenciéndose de que un hijo estrecharía aún más la relación con Candela. Ella se lo dijo con cierta inquietud, esperando con ansiedad su reacción. Al verlo sonreír, se abalanzó a su cuello y lo abrazó con todas sus fuerzas.
Ha comenzado a llover sobre Madrid. Es una de esas tormentas de primavera, repentinas y feroces. Germán ha entrado en el dormitorio donde duerme Inés y, con cuidado, ha bajado la persiana y cerrado la ventana. Los truenos y el fuerte repiqueteo de la lluvia se oyen ahora menos. Inés ha murmurado algo y Germán ha temido que pudiera despertarse. Se serena al comprender que solo han sido palabras destinadas a los personajes de sus sueños. Se apresura a correr las puertas de la terraza y se queda de pie con la cara pegada al cristal, que es acribillado en un instante por infinidad de gotitas que lo surcan veloces. Y contempla la lluvia incesante, monótona, triste. Y recuerda una lluvia funesta, otra tormenta nocturna.
La niña venía con dificultad y las contracciones eran cada vez más frecuentes y dolorosas. Los médicos dijeron que el cordón umbilical estaba enrollado al cuello del bebé y que había peligro de que se pudiera estrangular. Candela enloquecía de dolor; entonces no era habitual inyectar a las parturientas la epidural. El ginecólogo de Candela se mostraba preocupado; cuando se la llevó al quirófano aconsejó a Germán que permaneciera en la sala de espera. Candela apretó la mano de su novio poco antes de ser conducida por un pasillo desolado, con olor a fármacos y a bebés. Germán volvió a la sala y aguardó, presa de una intranquilidad creciente, la vuelta de su mujer y de su hija. Paseaba sin parar, se sentaba durante unos segundos y volvía a pasear, fumando cigarro tras cigarro, a escondidas, consultando el reloj cada cinco minutos. Al cabo de una hora y media, miró a través de una de las ventanas del hospital y comprobó que estaba lloviendo. Se quedó un rato admirando la tormenta, que había conseguido abstraerlo momentáneamente. Al poco, el ginecólogo lo tocó levemente en el hombro y le anunció que su hija estaba bien. Tras una pausa desgarradora, le comunicó que su mujer había muerto.
Los cinco años que han pasado desde entonces son los que tiene Inés. Es terrible celebrar el cumpleaños de tu hija el mismo día en que se cumple el aniversario de la muerte de tu mujer. Es macabro que te ofrezcan casi al mismo tiempo a tu hija entre los brazos y a su madre dentro de un ataúd camino del cementerio. Es inevitable tener durante algún tiempo un sentimiento de aversión hacia tu propia hija, culparla de la ausencia definitiva de Candela. Germán no puede dejar de odiar el instinto que la llevó a esa concepción maldita, ni de arrepentirse por haber claudicado ante él. Es lógico que Germán repase y repase su pasado, compulsivamente. Desde ese momento quiso saber el porqué, la clave que pudiera darle alguna explicación medianamente inteligible. Sin embargo no consigue encontrarla. Ya se lo dijo Candela: en la vida no todo se puede entender con la razón humana.
La tormenta es persistente; el cielo está cubierto por unas nubes densas y negras que atenúan las primeras luces del amanecer. Una noche en blanco más que se esfuma. Germán se despereza y se limpia los ojos. Acude de nuevo al dormitorio de su hija. Esta vez no tiene escrúpulos. Se acomoda en la cama, levanta a Inés y la aprieta contra él. La niña, adormecida aún, no entiende por qué su padre la ha despertado y la abraza hasta casi hacerle daño. Al poco, sonríe cuando escucha a Germán decirle felicidades y ve que le enseña una caja grande envuelta con papel de regalo.


lunes, marzo 11, 2013

Nuevo libro del profesor y escritor Jesús Martín Rodríguez



domingo, marzo 04, 2012

Filólogos frente a politiquillos de tres al cuarto

"arroba"

Unidad tradicional de medida de capacidad y de masa, cuyo símbolo (@) se ha popularizado en los últimos tiempos por ser el que aparece, en las direcciones de correo electrónico, entre el nombre que identifica al usuario y el sitio de Internet donde está ubicado su servidor de correo: jperez@rae.es. Sobre el empleo de este símbolo para referirse conjuntamente a individuos de ambos sexos (*l@s niñ@s), ver: género, 2.2.»

[RAE: Diccionario panhispánico de dudas. Madrid: Santillana, 2005, p. 65]


"género"

Para evitar las engorrosas repeticiones a que da lugar la reciente e innecesaria costumbre de hacer siempre explícita la alusión a los dos sexos (los niños y las niñas, los ciudadanos y ciudadanas, etc.), ha comenzado a usarse en carteles y circulares el símbolo de la arroba (@) como recurso gráfico para integrar en una sola palabra las formas masculina y femenina del sustantivo, ya que este signo parece incluir en su trazo las vocales a y o: *l@s niñ@s.

Debe tenerse en cuenta que la arroba no es un signo lingüístico y, por ello, su uso en estos casos es inadmisible desde el punto de vista normativo; a esto se añade la imposibilidad de aplicar esta fórmula integradora en muchos casos sin dar lugar a graves inconsistencias, como ocurre en *Día del niñ@, donde la contracción del solo es válida para el masculino niño.»

[RAE: Diccionario panhispánico de dudas. Madrid: Santillana, 2005, p. 311]


arroba. (Del ár. hisp. arrúb‘, y este del ár. clás. rub‘, cuarta parte).

1. f. Peso equivalente a 11,502 kg.

2. f. En Aragón, peso equivalente a 12,5 kg.

3. f. Pesa de una arroba.

4. f. Medida de líquidos que varía de peso según las provincias y los mismos líquidos.

5. f. Inform. Símbolo (@) usado en las direcciones de correo electrónico.

[DRAE]